◼ FORMACIÓN ◼
Esta fiesta de la Virgen fue instituida por Pío XII en 1.954, respondiendo a la creencia unánime de toda la Tradición que ha reconocido desde siempre su dignidad de Reina, por ser Madre del Rey de reyes y Señor de señores. La coronación de María como Reina de todo lo creado, que contemplamos en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario, está íntimamente unida a su Asunción al Cielo en cuerpo y alma.
El dogma de la Asunción,
que celebramos la pasada semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy
celebramos, la Realeza de María. Ella fue trasladada al Cielo en cuerpo y alma
para ser coronada por la Santísima Trinidad como Reina; así lo enseña el
concilio Vaticano II: «terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en
cuerpo y alma a la gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con
el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr.
Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte». Esta verdad ha sido afirmada
desde tiempos antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por el
Magisterio de la Iglesia.
Juan Pablo II, en la
encíclica Redemptoris Mater, enseña: «La
Madre de Cristo es glorificada como Reina universal. La que en la anunciación
se definió como esclava del Señor fue durante
toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era
una verdadera «discípula» de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter
de servicio de su propia misión: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28).
Por esto María ha sido
la primera entre aquellos que, «sirviendo a Cristo también en los demás,
conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale
a reinar» (Const. Lumen gentium, 36), y ha conseguido plenamente
aquel «estado de libertad real», propio de los discípulos de Cristo: «¡servir
quiere decir reinar! (…). La gloria de servir no cesa (…); asunta a los cielos,
ella no termina aquel servicio suyo salvífico…».
Santa María es una Reina
sumamente accesible, pues todas las gracias nos vienen a través de su mediación
maternal.
En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas», quiso alentar a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarnos para llegar a aborrecer el pecado, «para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos», a quien es Reina y tan gran Madre. Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam consequamur… Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno (Hb 4, 16).
De nuevo en la Biblia,
concretamente en el Apocalipsis, leemos que «apareció en el cielo una señal
grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su
cabeza una corona de doce estrellas». Esta mujer, además de representar a la
Iglesia, simboliza a María, la Madre de Jesús, confiada a Juan en el Calvario.
Cuando, ya anciano, escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el
Cielo.
Los tres rasgos
descritos son símbolo de esta dignidad: vestida de sol, resplandeciente
de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica
la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es
la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos.
Así se lo recordamos cada día en las letanías del Rosario: reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los
apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos…
Pero también es nuestra
Reina. De ahí que sea muy frecuente expresar este título de María mediante la
costumbre de coronar las imágenes de la Santísima Virgen de forma canónica
solemne, y que el arte cristiano haya representado a María como Reina, sentada
en trono real, con las insignias de la realeza y rodeada de ángeles. El pueblo
cristiano le levanta ermitas y santuarios donde recurre a Ella con esas
oraciones –Salve Regina, Ave Regina coelorum, Regina coeli laetare…–
tantas veces repetidas.
El reinado de María se
ejerce diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y
la misericordia del Señor. A Ella acudimos en cada jornada; pedimos su
protección musitando aquella entrañable Dios te salve, Reina y Madre de
misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra… ¡o cantándola!
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